En sus primeros años de vida, el Quilmes Rock fue la plataforma de despegue para la masividad de Babasonicos más allá de su propio público. Con el golpe maestro de Jessico ya consolidado, la banda de Lanús deslizó en la primera edición del festival el blueprint de lo que planeaba en su siguiente paso con el estreno de “Irresponsables”. Desde entonces, la banda de Adrián Dárgelos se encargó de encajar en cualquier grilla más allá de curadurías artísticas o compatibilidades estéticas. Babasonicos ganó ese terreno sin ceder a la presión externa, con la convicción como único estandarte, y lo repitió este sábado en una cabeza de cartel compartida con Rata Blanca y No Te Va Gustar. Babasonicos llegó adonde está sin preocuparse por gustar, sino simplemente haciendo lo suyo sin preocupaciones y dejando que sea el repertorio el que sume adeptos sin intentar subirse a fenómenos temporales.
El comienzo de su show en el escenario principal condensó las distintas aristas de la narrativa babasónica, de la electrónica fogosa de “Bye Bye” al destello guitarrero de “Pendejo”, pasando por el baladismo romántico de “En privado”. En cierto modo, los hits de Babasonicos lo son no porque se propusieron serlo, sino simplemente porque llegaron ahí. “Anubis” es capaz de contener un estribillo adhesivo que se le planta a la muerte, la misma que aparece en “Cuello rojo” en forma de silla eléctrica para un bandido insalvable. “El colmo”, en cambio, funciona por oposición: una banda abriéndose paso en la masividad pidiendo un anonimato que nunca deseó realmente. Y si de canciones que llegan lejos de se trata, “Sin mi diablo”, “Los calientes” y “Puesto” validaron esa época de conquista en los primeros años posteriores al cambio de milenio.
Pero hay algo que nunca falta en la dialéctica babasónica, y eso es esquivar el gesto fácil, como lo demostró la secuencia posterior a “Como eran las cosas”. Con el público entregado al magnetismo dulce de la balada de Mucho, Adrián Dárgelos dio pie a un histeriqueo con la audiencia que parecía la antesala de un momento efectista. Lo que le siguió a continuación, en cambio, fue “Tajada”, un single sin disco de desarrollo poco complaciente, una prueba más de que Babasonicos llegó no haciendo lo que se supone debe hacer una banda, sino respetando sus caprichos más profundos.
Con un repaso histórico que ya ni siquiera mira hacia el siglo pasado, el último tramo volvió sobre las aristas desplegadas en las tres primeras canciones, donde hubo lugar para las distintas aproximaciones al pulso electrónico (“La lanza”, “¿Y qué?”, “La pregunta”), la balada como respuesta a varios interrogantes (“Vampi”, “El loco”) y la guitarra como recurso innegociable (el tándem entre “Carismático” y “Yegua”, el autodefinido irónico de “Soy rock” y el swing setentero de “Irresponsables”).
En la primera etapa de su obra, Serguei Eisenstein difundió la idea del héroe colectivo, en donde el triunfo es obra de la intervención del grupo y no de la gesta individual. Algo de eso parece haber tomado Richard Coleman, que da tanta importancia a su nombre como al del Trans-Siberian Express, la banda que lo acompaña hace más de una década y que le brinda el pívot necesario para ir del post punk de fines de los ochenta de “Para terminar” a los dos adelantos del inminente El (in)correcto uso de la metáfora sin que haya sobresaltos en el viaje. A la presencia de nombres que ya son piezas estables en su armado (Gonzalo Córdoba, Dani Castro, Bodie Datino), ahora se suman también su productor Juan Blas Caballero en efectos y samples, y Flopa Lestani en un rol vocal recurrente que elevó temas propios (“Incandescente”, “Arañas bebé”) y ajenos (“Héroes”, de David Bowie, y una versión incendiaria de “Toma la ruta”, de Soda Stereo).
Reformular uno de los grandes hits de tu repertorio solo tiene sentido si lo que se tiene para ofrecer a cambio es una buena cantidad de canciones que vuelvan sobre terreno seguro. De eso tomó nota Pericos, que después de comenzar su show con una versión rockera de “Pupilas lejanas” (similar a la del Quilmes Rock 2004, en lo que fue su primera aparición con Juanchi Baleirón al frente), arremetió con una seguidilla de clásicos con su fórmula intacta. “Runaway”, “Nada que perder”, “Waitin’” y su versión de “Complicado y aturdido” fueron todo ganancia antes del estreno en vivo de “Inmortal”, su single más reciente, grabado junto al español Sabino. Después, Carla Morrison hizo su aporte desde la pantallas para “Anónimos”, una reivindicación del pasado más cercano que poco pudo hacer al lado de temas como “Jamaica Reggae”, “Eu vi chegar”, “Home Sweet Home” con Cucho Parisi como invitado y la despedida obligada de “Casi nunca lo ves”.
Si hasta el sábado existía la disputa de cuál era el show más festivalero de la grilla, Los Auténticos Decadentes sellaron la discusión con su paso por el Quilmes Rock. Sin disco nuevo bajo el brazo y con la celebración histórica de Mi vida loca todavía como una misión a cumplir en el horizonte lejano, para la banda no hubo más que recurrir a recorrer su catálogo, que es por definición implícita una catarata de hits que son ya parte del acervo cultural local. ¿Cuántas bandas pueden autodefinirse a la perfección como ellos mismos en “Somos” e incluir al público en ese plural abarcativo? Aún en un horario no del todo favorable (a las seis de la tarde, mientras el sol recién empezaba a caer en Tecnópolis), temas como “Cómo me voy a olvidar” o el enganchado de las distintas ganas de vivir en una fiesta eterna que representan “Pendeviejo” y “Los piratas” inclinaron la balanza a favor de entrada, y si hasta ahí la responsabilidad del show había estado en manos de Cucho Parisi, Jorge Serrano (con “Corazón” y “Amor”) y Diego Demarco (con “Besándote” y “El gran señor”) dejaron en claro que los Decadentes es lo que es por el triunfo colectivo y no por las individualidades.
Con el ciclo ADN ya concluido, “Los viejos vinagres” y “Costumbres argentinas” oficiaron de gentiles recordatorios de (algunos de) los orígenes de su código genético musical, mientras que “Vení Raquel” y “El murguero” celebraron su espíritu eterno de corso de barrio. Después, la presencia de Fernando Ruíz Díaz estuvo a punto de atentar contra la emotividad expansiva de “Un osito de peluche de Taiwán”, pero cuando la canción es indestructible no hay qué la obstruya. Y, por más años que hayan pasado en el medio, los kilómetros de ruta o millas acumuladas que existan desde entonces, un himno como “La guitarra” se sostiene por su relato, pero también por lo identificables que siguen siendo sus autores con esa realidad tres décadas después. Algo de ese espíritu reside también en la obra de El Kuelgue, una banda que nació como un juego que se terminó volviendo en algo demasiado serio, en donde cada canción está plagada de one liners, y en donde el histrionismo y la versatilidad de Julián Kartun son el mascarón de proa de una banda que juega con la música disco, el funk y el pop con una cosecha de canciones de destino hitero improbable a pensar por sus títulos (“Parque acuático”, “Circunvalación”, “Bossa & People”), pero que saca su diferencial en esa reformulación ATP del absurdo.
Durante años, Virus hizo de la ausencia de Federico Moura el motor con el cual propulsar una carrera que se sostuvo con décadas de giras y alguna que otra fugaz experiencia en el estudio. Ahora, la voz del vocalista original de la banda platense fue el punto de partida para su show en el Quilmes Rock, para reproducir la versión de Vivo de “Hay que salir del agujero interior” en el presente con tan solo un latiguillo (“Hay que sacarse la ropa interior”). A partir de ahí, todo quedó en manos de su hermano menor, la puerta de entrada a un show en modo de grandes éxitos en continuado. “Destino circular” fue lo más cercano a una rareza; de ahí en más, todo fue en pos del gran cancionero pop argentino. Virus hizo gala del hedonismo omnipresente de su obra, de “Sin disfraz” a “El probador”, también convertida en padecimiento sentimental en “Pronta entrega”. Después de eso, Marcelo Moura no pudo resistir la tentación de poner la tecnología a favor para compartir el protagonismo con Federico en “Amor descartable”. Y si el momento había resultado chocante, “Una luna de miel en la mano” y “Wadu-Wadu” sirvieron para convertir la incertidumbre en certeza sobre un cancionero imperecedero.
Hay bastante de juventud eterna en Boom Boom Kid. A sus 53 años, Carlos Rodríguez todavía sigue siendo capaz de cumplir con la exigencia física que demanda el hardcore punk, tanto en desgaste físico como también en que su voz (y sobre todo, su respiración) estén a la altura de las circunstancias. Su presencia en la grilla del Quilmes Rock fue también un reconocimiento a una vida dedicada a la autogestión, con una carrera hecha a pulmón que conquistó escenarios a pura fuerza de voluntad, la misma que hace capaz de sostener pulso de “Cuando se alineen los planetas” o de darle a “Masticar”, el hit de Fun People, una interpretación fugaz y acelerada que llevó a un tema de por sí breve a esfumarse en el aire antes de alcanzar el minuto de duración. Pero no todo es euforia, y Boom Boom Kid lo demostró pasando al fondo de escenario para tocar un sintetizador en “Sole”, con “I Do” como un regreso a la euforia eterna, que quedó coronada con su ya clásico surfeo con tabla sobre el público en “Brick by Brick”.
En su etapa imperial, Los Brujos forjaron su identidad en escenarios en donde los problemas y los imprevistos estuvieran a la orden del día. A más de tres décadas de su álbum debut, la banda creadora del beatcore salió a escena esquivando acoples no deseados y ruidos de origen no determinado que, al no poder acallarlos, los convirtieron en parte de su show. “Psicosis total”, “Cachorro de tierra” y el machaque de “La bomba” abrieron un portal en el tiempo, en el que la impronta actual de sus integrantes dialogaba con las rodilleras de su outfit noventoso. Y si durante las primeras canciones tener a Alejandro Alaci como único vocalista en una banda que supo reinar con el protagonismo repartido entre dos personas, el show cobró vuelo después de “Atlánticos”, cuando subió al escenario Fermín, el hijo de Ricky Rua. De bermudas plateadas y actitud desafiante, le imprimió al show en el Quilmes Rock la vitalidad de otros tiempos, saltando y aullando al igual que su padre en “No matarás”, “El vengador” y “Aguaviva”. Su energía se tradujo abajo del escenario, pero también arriba, con Alaci tomando la posta y bajando al vallado para lanzarse sobre el público durante el solo de “Kanishka”. El cantante fue sostenido en andas y depositado a tiempo sobre el tablado para terminar de cantar, la prueba de que antes de hacer un salto similar es mejor saber qué audiencia se tiene enfrente.
Con el sol de frente, Fantasmagoria subió al escenario principal del Quilmes Rock para recordar que no hace falta distorsión para rendirle honores al género. Guitarra acústica, teclado, bajo y batería son recursos más que probados cuando el repertorio maneja intensidad de todos modos (“Gori llamando a Rio”), preciosismo compositivo (“Las cosas de verdad”) y también su mitología propia (“La leyenda del sol y la luna”, “El sheriff”). Dentro de esa economía de recursos, Fantasmagoria es capaz de prescindir de la palabra para sostener el clima (el instrumental “El imperio se derrumba”), o bien de ponerla como único elemento cerca del final (“A veces”, interpretada por los cuatro músicos a capella en un micrófono en la punta de la tarima).