Sobre el final de su set en la segunda noche de Lollapalooza, Shawn Mendes alargaba la previa a la siguiente canción. En la soledad de la pasarela que se adentraba en el campo, el músico canadiense daba vueltas sobre un arpegio mientras le contaba a sus seguidores que iba a interpretar un tema que conocía hace tiempo, pero que recién el año pasado se había enterado que era una composición argentina. Y así, sin más, procedió a interpretar “Gracias a la vida”, de la chilena Violeta Parra y popularizada por Mercedes Sosa. Y lo que casi generó una aspereza en redes a ambos lados de la cordillera, en el Hipódromo de San Isidro se vivió como un gesto honesto de parte de alguien que llegó a Buenos Aires con el tiempo suficiente para hacer de turista en un lugar que genuinamente lo interpela.
En su rol de headliner del sábado, Mendes apeló a desplegar todas las cartas desde temprano, con un show cuidado en lo visual (una cuarta pantalla ubicada sobre el escenario para planos cortos de él y su banda, y un tul para atenuar las imágenes de la del fondo), y efectista en su armado. Si la noche anterior, Justin Timberlake había hecho crecer las cosas de menor a mayor, el músico canadiense decidió arremeter de lleno con “There’s Nothing Holdin’ Me Back”, “Wonder” y “Treat You Better”, tres grageas pop que sentaron las bases de lo que vendría luego. Mendes no tardó en recurrir a “Señorita”, su hit crossover junto a Camila Cabello para terminar de seducir a los indecisos que miraban de reojo lo que ocurría en el Alternative de la mano de Teddy Swims. Después de un momento fervoroso con “Youth”, un breve set acústico renovó las energías (y el intervalo de atención) a fuerza de más hits (“If I Can’t Have You”, “In My Blood”) y una catarata de fuegos artificiales como valor agregado.
Mientras Mendes desplegaba su arsenal efectista, en el otro extremo del predio de Lollapalooza, Teddy Swims se metía al público en el bolsillo a fuerza de carisma y emoción. El cantante de Georgia subió al escenario con un poncho norteño, mencionó a la pachamama y dio comienzo a su mezcla de soul, country y R&B, con una voz capaz de ir de un susurro suave a un aullido desgarrador. Swims se paseó por los dos volúmenes de I’ve Tried Everything but Therapy, de la fragilidad de “Some Things I’ll Never Know” al baile de “Guilty”. Sobre el final, su amigo y anfitrión Tiago PZK se subió al escenario para un repaso por las tres colaboraciones entre ambos (“The Door”, “Sometimes” y “Freestyle”), y también para recordarle que Buenos Aires es su casa.
Durante décadas, Tool cotizó como una figurita imposible para el público argentino. Los motivos nunca parecían claros: aún cuando moderó sus itinerarios, la banda nunca dejó de tocar en vivo, e incluso su líder Maynard James Keenan había estado en la Argentina con su otro proyecto, A Perfect Circle. De ahí que, por más que su presencia en la grilla del sábado fuera quizás la más desconcertante, desde temprano comenzó a verse en el Hipódromo un mar de remeras negras dispuestas a saldar una deuda de décadas. Con canciones que promedian (y a veces exceden) los diez minutos, Tool tuvo la difícil tarea de condensar una cantidad sensata para la hora y media de su set. El resultado final fue de nueve canciones, con el foco puesto en 10.000 Days y Fear Inoculum, y apenas una parada en Ænima y Lateralus.
Y si la duración de sus canciones pone a Tool a contramano de las metodologías de consumo actuales, el formato de su show también lo fue. En tiempos en donde todo tiene que ocurrir a la vista del espectador sin dejar lugar al misterio, la banda ocupó el escenario con el guitarrista Adam Jones y el bajista Justin Chancellor al frente, y a Keenan escondido en las sombras, apenas asomado al lado de la batería de Danny Carey y paseándose en penumbras. Desde los primeros compases de “Stinkfist”, todo pasó a verse y sentirse como un viaje pesadillesco diseñado por H.R. Giger, con visuales de tejidos humanos, alienígenas y figuras siniestras. En “The Pot”, la banda comenzó a girar en círculos sobre un riff del cual parecía no poder (o querer) escaparse, como en una cinta de Moebius, mientras que “The Grudge” simbolizó un viaje en cámara lenta a una oscuridad cada vez más envolvente. Después de “Jambi”, “Invincible” fue Tool en mutación constante, del progresivo onírico al metal galopante sin concesiones, ese que se replicó en “Vicarious” como última carta jugada. Antes de partir haciendo mutis por el foro a la hora de los saludos, Keenan se retiró prometiendo “Volveremos”, con el deseo de parte de su público de que ese nuevo encuentro sea solos y de noche.
Mientras Tate McRae desplegaba encanto y canciones tecnicolor, a Sepultura le tocó jugar el rol opuesto en la otra punta del predio. En medio de una gira que es a la vez la celebración de sus cuarenta años de historia y también su despedida, la banda de Belo Horizonte no buscó predicar para nuevos conversos, sino encantar a los propios. Y aunque hubo un mínimo lugar para la última década y media de su repertorio (“Agony of Defeat” y “Means to an End”, de Quadra; “Kairos”, del disco homónimo), la clave estuvo en celebrar la época dorada de Sepultura, entre finales de los 80 y mediados de los 90. Poco importa que solo Andreas Kisser y Paulo Jr aporten la cuota de miembros históricos, o que los años de oficio del vocalista Derrick Green no hayan servido para mitigar la ausencia de Max Cavalera (mucho menos la del novel baterista Greyson Nekrutman, en la silla que alguna vez ocupó Igor, el hermano de Max). “Refuse/Resist”, “Kaiowas” y el embate final de “Ratamahatta” y “Roots Bloody Roots” le aportaron al Lollapalooza la cuota de intensidad que estaba necesitando. Y si de intensidad se trata, Dum Chica aportó la mayor cuota de la jornada por escándalo. No solo por su show, que puso énfasis en las canciones del destacado Super Ultra Premium, sino porque además, durante el final de “Terremoto”, las visuales del tema mostraban al presidente Javier Milei en plena metamorfosis demoníaca. ¿Quién dijo que ya no quedaban más gestos contraculturales?
Ya convertido en un habitué del Lollapalooza (estuvo en su etapa freestyler en 2019, y ya consagrado en 2022, de la mano de Oscuro éxtasis), en su tercer paso por San Isidro WOS se mostró en su faceta más rockera, con las canciones de Descartable como bandera. La canción que da nombre al disco y “⅞” (un blues arrastrado que crece como tras un shock anabólico) pusieron a la banda a punto, que volvió a esa misma sintonía en “Luz Delito” y su aura ricotera (¿Los Rapdondos?). Sin invitados a la vista, WOS encaró “Niño gordo flaco” sin Ca7riel (y le tomó prestado el recurso del subtitulado del video para “Morfeo”), y recurrió a la voz grabada de Ricardo Mollo para la chacarera salvaje de “Culpa”. Después de una versión de “Canguro” sin recursos escénicos y el recuerdo mundialista que acarrea “Arrancármelo”, Valentín Oliva planteó una vuelta a sus orígenes en las plazas, primero con un duelo percusivo de beatbox junto a su baterista, y luego con un freestyle auto referencial, al que le siguió “Púrpura” para que el recorrido nostálgico fuera completo.
En The Marias parecen convivir dos bandas: está la que se pasea por un dream pop etéreo y onírico, lleno de texturas y sonidos, y también la que parece responder al linaje portorriqueño de su cantante, María Zardoya y busca el ritmo y el groove. “Hamptons” y su fantasía de vida high class hizo equilibrio entre esos dos mundos, mientras que “Real Life” y “Only In My Dreams” evocaron el costado más sensual de Mazzy Star. “Run Your Mouth”, en cambio, fue un funk seductor y movedizo que justificó su cover de “Lovefool”, de The Cardigans, que se fundió con su propio “Care For You”, como parte de un mismo todo. “Lejos de ti” volvió a la senda de las guitarras acuosas y ritmos ambientales, en una tensión que solo pudo liberarse haciendo colisionar ambas caras de The Marias, algo que ocurrió cuando llevaron a ese terreno de ensueño a “Otro atardecer”, de Bad Bunny.
Si la música de Sepultura parecía evocar una caminata por el Amazonas a machetazo limpio para encontrar una civilización precolombina, la propuesta de Tate McRae no hizo menos que pararse en un extremo completamente opuesto. Salida de un reality de danza a los trece años, el baile ocupó un lugar predominante en los intereses de la canadiense, hasta que la música apareció bastante después. De ahí que, desde el comienzo con “Sports Car” hasta el final con “greedy”, su show fuera una coreografía constante, un arsenal de hits con espíritu de show de talentos.
La obra de Inhaler es con elaboración a la vista. La banda de Dublín puso primera con “Eddie in the Darkness”, y las referencias al pop guitarrero de los 80 emergieron desde el primer compás y fueron también el denominador común de “When it Breaks”. Las malas lenguas dirán que es por filiación ineludible ya que su vocalista, Elijah Hewson, es hijo de Bono, el líder de U2, pero lo cierto es que más allá de algún parecido estético y algún registro similar en los agudos, lo de Inhaler va por una veta completamente distinta. “Little Things”, por caso, pareció a lo que sonaría The Strokes cambiándole Nueva York por Londres, mientras que “It Won’t Always Be Like This” le rindió justo homenaje al legado de The Killers. Pero no todo es referencia a terceros, y ahí es donde Inhaler encontró su mejor forma: “Dublin in Ecstasy”, “Love Will Get You There” y “Billy (Yeah Yeah Yeah)”, todas ellas con guitarras bien al frente, funcionaron como una triada para exhibir con orgullo el estilo propio.
Las apariencias no engañan: más allá de la referencia colombiana planteada en su nombre, a Arde Bogotá le es imposible esconder su lugar de origen. La comparación con Héroes del Silencio es tan inevitable como precisa, sobre todo cuando la banda aprieta los dientes y arremete con un rock macizo y marchante, como pasó en “Antiaéreo” y “Flores de venganza”, aunque también dio lugar a momentos que intentaron llegar al terreno del baile de la mano de “Qué vida tan dura” y “Cariño”. Entre un extremo y otro, la banda de Cartagena encontró su mejor forma cuando se dejó llevar por su propia ambición, como lo dejaron en claro “La salvación” (grabada en estudio con Enrique Bunbury, porque todo tiene que ver con todo) y “La Torre Picasso”, una suite experimental y progresiva de diez minutos que no escatimó en el recorrido entre la intensidad y la calma.